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El preludio del Golpe: La dimisión de Suárez

Un 29 de enero de 1981, dimitía Adolfo Suárez como Presidente del Gobierno. Más que un acto de dimisión en sí, lo era de dignidad, pero sobre todo lo era de legitimidad, de una legitimidad moral para el tiempo venidero de un hombre para entonces completamente acabado tanto en lo personal como en lo político, que llevaba ya meses en caída libre. La situación del país parecía en aquel momento catastrófica, asolado por una profunda crisis económica que había provocado grandes niveles de paro, a la vez que el terrorismo hacía estragos.

suarez

En los meses precedentes a su dimisión no hubo prácticamente nadie que no conspirase contra él, conspiró el primer partido de la oposición, ansioso con llegar al poder desde 1979 en unas elecciones que consideraban que tenían que haber ganado. Durante la legislatura los socialistas, con Felipe González a la cabeza, procedieron a llevar hasta el límite la labor de oposición, tanto en las formas, como en lo constitucional, a la vez que en ocasiones pedían gobiernos de concentración presididos por militares o alguno de sus líderes cenaba en Lleida precisamente con uno de esos militares que tanto sonaba para presidir gobierno.

Conspiró su propio partido, abandonándolo a su suerte y deseando todos los cabecillas de las facciones que lo formaban terminar con él. Conspiró también el PCE (que no Santiago Carrillo) con un Ramón Tamames que publicaba artículos en prensa pidiendo también un Gobierno de unidad presidido por un militar. Conspiraron por supuesto los empresarios, junto a la Alianza Popular de Manuel Fraga, a la que convirtieron en su partido político de referencia. Conspiraron también los Estados Unidos, ansiosos por que España entrase en la OTAN cuando un Suárez apasionado del No Alineamiento, no solo había pospuesto dicha entrada sino que además se reunía con Castro y Arafat. Conspiró también la Iglesia que no le había perdonado la aprobación del divorcio, y menos aun en las formas en las que se hizo.

Conspiró en cierta forma el electorado, dándole primeramente la espalda en las urnas y posteriormente desencantada con la democracia ansiando que se fuera. Y conspiró por supuesto el Rey, que sin ser aún consciente del papel político que le reservaba la Constitución, estaba ansioso por quitárselo del medio cuando ya no le parecía útil, cuando consideraba que era ya necesaria la alternancia en el poder para anclar definitivamente a la corona.

Para entonces, y con todo el país conspirando a sus espaldas (casualmente, los dos únicos que no lo hicieron serían los otros dos que el 23-F no se tiraron al suelo), se dispuso a interpretar su último gran papel (sería el penúltimo, el último se produciría el 23-F), una dimisión que pilló por sorpresa a todos, improvisando como buen político puro. Sabedor de que su gestión en el Gobierno a lo largo de todo 1980 había sido casi desastrosa, y de que su habilidad para desenvolverse en el parlamentaris estaba lejos de lo que la situación requería, pues él era un hombre de poder, de ejercer el poder, y así con todo ello, se había recluido en la Moncloa, donde ya no tenía ni la capacidad de movimiento ni la habilidad para hacerlo por el desgaste sufrido.

Así, el 29 de enero de 1981 Suárez presentó su dimisión, la interpretó y se fue, desmontando una moción de censura que en cualquier momento podía haber sido presentada, y que hubiese sido apoyada por muchos diputados de su partido, trayendo así el tan ansiado por tantos Gobierno de unidad nacional. Su dimisión tuvo otra consecuencia, precisamente aceleró el Golpe de Estado que se estaba gestando en esas fechas.

Adolfo Suárez jamás volvería a ejercer el poder, pero durante los años posteriores siguió en política, le dio una vuelta más al personaje y se dispuso a esperar el momento del reconocimiento, momento que no llegaría hasta que ya retirado, sin poder molestar ni a unos ni a otros, y precisamente por el interés común de esos unos y esos otros, lo elevaron a los altares convirtiendo en el mito del sistema político surgido de la transición.