Del triunfo de Donald Trump a la conquista de la presidencia de Brasil protagonizada por Jair Bolsonaro, pasando por Matteo Salvini en Italia, Viktor Orbán en Hungría, Jaroslaw Kaczinsky y sus discípulos en Polonia, los Le Pen en Francia, Alternativa por Alemania y otros tantos en diferentes países. Todos ellos muestran a lo largo del planeta dos elementos comunes: el desprecio por las instituciones representativas de la pluralidad política y por los contrapesos y frenos constitucionales al poder del presidente. En España, los cánticos de sirena de la ultraderecha populista florecen ante el nuevo ciclo electoral que comienza en Andalucía y que nos hace abandonar la excepcionalidad en la que nos encontrábamos junto a Portugal, carentes hasta ahora de una nueva ultraderecha en las instituciones tras la vacuna del franquismo que ahora parece desvanecerse.
La incertidumbre generada desde los años más salvajes de la crisis, el miedo de la ciudadanía y los deseos de venganza están ahí, generan chivos expiatorios y fantasmas fáciles de manejar. Existe un desprecio creciente por la democracia liberal, una añoranza por el hombre fuerte que tome el poder y nos proteja en nuestras fronteras de la selva que es la globalización, aunque sea optando de forma voluntaria por formas autoritarias de gobierno. La opción de una democracia iliberal, término adoptado por Fareed Zakaria, está ahí, muchos apuestan ya claramente por ella, demandando un Ejecutivo que acumule excesivas cuotas de poder en detrimento de los otros poderes del Estado y que esté dirigido por un “superhombre”. El populismo que ampara este desprecio por la democracia surge como reacción a la derrota y declive social de quienes se sienten perdedores de la globalización y que sufren un deterioro en sus niveles de bienestar, además de una crisis de expectativas. El descontento con las instituciones y la indignación ante prácticas corruptas de élites políticas y económicas, añade aún más gasolina al fuego.
La post-verdad también realiza un papel esencial. Basada en la utilización de la mentira como instrumento de manipulación política, explota su potencial manipulando los hechos y descalificando al rival político, en un momento en el que la política se basa más en emociones que en razonamientos, más en explotar los fantasmas y los miedos de los votantes que en generar ilusiones de futuro, creando realidades paralelas en las que muchos ciudadanos están predispuestos y deseosos de vivir. Ese es el verdadero riesgo, un sometimiento voluntario al autoritarismo, por lo tanto, un sometimiento distinto al impuesto por los fascismos del s.XX.
La democracia, tantas veces dada por segura y estable, es hoy un campo de batalla en disputa. La ola reaccionaria amenaza con llevarse por delante los marcos de convivencia y consensos creados desde la posguerra sino lo impiden los ciudadanos haciendo funcionar el sistema, participando y movilizándose activamente por proyectos colectivos integradores.
Artículo publicado en La Voz de Asturias y Debate21.es