La apurada victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, tras imponerse en Georgia, Arizona, Michigan, Wisconsin, Nevada y Pensilvania, y la falta de reconocimiento del resultado por parte de Donald Trump —quien hasta enero seguirá siendo presidente en funciones—, vuelve a dibujar un escenario polarizado en el país norteamericano en el que la fractura social se acentúa.
Uno de los principales motivos de la derrota de Trump se encuentra en su nefasta gestión de la crisis sanitaria provocado por el Covid-19. Pese a la labor política del último año, <strong>Trump ha sido capaz de conservar su base electoral y ha acabado aumentando su voto popular</strong>, superando incluso el obtenido por Barack Obama en las elecciones presidenciales de 2008. De esta forma, se puede afirmar que la degradación a la que ha sometido a las instituciones en estos cuatro años, no solo no le ha pasado factura, sino que le ha granjeado beneficios, aunque estos no se han traducido en un triunfo debido a la amplia movilización electoral que los demócratas han sido capaces de llevar a cabo..
A la polarización ideológica y discursiva imperante en EE.UU. hay que sumar la geográfica. Los estadounidenses del interior, por lo general pertenecientes a zonas rurales, se han confirmado como el sustento electoral central del actual Partido Republicano, a lo que se añade una movilización que también ha crecido respecto a 2016.
Pese al resultado electoral, Trump, en lugar de asumir la derrota y desarrollar con normalidad la transición en la presidencia, ha optado por tensionar la política estadounidense poniendo en cuestión el propio sistema electoral y democrático del país norteamericano. Esta narración en busca del descrédito del proceso podría ser un intento de sentar las bases entre la población de la idea de fraude electoral, con la intención de ser la antesala de un nombramiento de compromisarios trumpistas en los Estados en los que los republicanos han puesto en entredicho el resultado. Con este último escenario en principio descartado por el alto número de Estados en los que habría que revertir la voluntad popular, <strong>el discurso de Trump se configura como el de un mártir al que le han arrebatado el poder de forma ilegítima</strong>.
Para buena parte de quienes han seguido las elecciones presidenciales esto podría parecer la última pataleta de un líder nefasto que se niega a asumir su derrota. Sin embargo, en la práctica le resulta un buen catalizador en la movilización de sus simpatizantes. Quienes en 2016 encontraron motivos suficientes para votar a Trump en un gesto de repudiación a todo el <em>establishment</em> de Washington, ahora se esta añadiendo la insatisfacción y la incredulidad hacia el resultado electoral. Esto es vivido como una derrota para quienes ya se consideraban ninguneados y ven con incertidumbre su modo de vida y sus costumbres alejadas del cosmopolitismo de las costas este u oeste.
Biden en su primer discurso como presidente electo ha apelado a la unidad y ha expresado su deseo de ser el presidente de todos. El problema de ello es que en realidad son ya dos países distintos, en el que <strong>el 70% del electorado republicano considera que las elecciones no han sido completamente libres y justas</strong>. El éxito de este relato y el descrédito institucional son el terreno de juego que Trump está diseñando para que su trayectoria política tenga continuidad en enero y el populismo de derecha radical acabe por engullir al viejo partido.
Artículo publicado en La Voz de Asturias y Debate21.es