Con la crisis de Grecia ha vuelto a saltar a la palestra otra cuestión que en realidad nunca se había ido, la larga crisis de la socialdemocracia, y cómo esta se reflejaba en el papel que estaban jugando los líderes socialdemócratas en el asunto griego. En un momento tan polarizado como el actual, no debe resultar extraño que la excesiva tibiez de la socialdemocracia europea en un sinfín de asuntos, especialmente en ofrecer una clara alternativa a las políticas de austeridad llevadas a cabo por el neoliberalismo campante a través de la austeridad, resulte cuanto menos desesperante.
La crisis de la socialdemocracia es la crisis del reformismo, o lo que es lo mismo, la imposibilidad de reformar el capitalismo y la realidad social, que a su vez ha elaborado límites para un reformismo político de corte socialdemócrata. Es así ésta crisis la dificultad que tiene la propia socialdemocracia para hacer compatible los derechos sociales con el capitalismo realmente existente, lo que la deja en un escenario difícil al borde del colapso como fenómeno político, al menos en la Europa del sur.
El contexto actual poco tiene que ver con aquel tiempo, tras la II Guerra Mundial, cuando el surgimiento de la Unión Soviética como referente mundial llevó a resituar a la socialdemocracia en un punto intermedio entre el sistema capitalista y el soviético, en donde la socialdemocracia deseaba superar el primero, pero sin seguir la senda autoritaria del segundo, que carecía de un sistema democrático. Si la caída de la URSS dejó sin referente al comunismo, la socialdemocracia se ha visto superada por la globalización y las limitaciones del Estado-nación, en el que además ha dejado de existir una economía nacional en sentido estricto. Por lo tanto, el contexto histórico en el que se desarrolló la socialdemocracia ya no existe. Además, en los últimos 30 años el pensamiento neoliberal se ha hecho hegemónico fundamentándose en las imposiciones que hacía a los Gobiernos nacionales, revirtiendo las reformas hechas hasta entonces y haciendo asumir que no existía otra alternativa al neoliberalismo, cuestión que tuvo su máximo exponente en la tesis del “fin de la historia” de Francis Fukuyama. Es precisamente esa hegemonía y esa narrativa neoliberal la que la socialdemocracia debería empezar a disputar desde ya mismo si quiere ser una alternativa real.
Ahora bien, la paradoja que se da dentro de la Unión Europea, y especialmente en los países del sur, es ¿cómo hacer políticas reformistas desde el propio Estado, cuando ese Estado es subalterno a la Unión Europea?. Por lo tanto, cómo es posible hacer políticas reformistas cuando el Estado en muchos casos, no es que tenga poca maniobra como en los años 70 o 80, es que si se da la situación de que un país tiene exceso de deuda, este está sometido a un control y es obligado a hacer un memorándum, a discutir con la troika su política económica, lo que en la práctica le lleva a ser un país intervenido en un marco de un Estado que se convierte en protectorado de Alemania. Lo que nos llevaría a preguntarnos, sí un programa socialdemócrata o reformista es posible de ser llevado a cabo, ya sea tanto por la socialdemocracia institucional como por fuerzas nacional-populares que emergen, ya que se van a encontrar, como le ha pasado a Syriza y a Tsipras en Grecia, que prácticamente no tienen margen para cambiar esa subalternidad. Ese es a día de hoy el verdadero problema del reformismo y de la socialdemocracia, y que esta ya ha sufrido en sus propias carnes, porque si en el fondo existe un problema de impotencia, de imposibilidad de reformar o de simplemente frenar las desigualdades sociales, la socialdemocracia acaba siendo un mero gestor del capitalismo, como viene ocurriendo desde los años 80, y que conlleva en última instancia la pérdida de credibilidad de las propuestas que realizan los partidos socialdemócratas. Así pues, la gestión del sistema también ha desgastado a la socialdemocracia, lo que se ha venido traduciendo en una incapacidad de esta para canalizar los nuevos movimientos sociales que han ido surgiendo, en parte porque ven a los partidos socialdemócratas como parte del sistema, o lo que es lo mismo, como parte de sus problemas. La tercera vía no solo no solucionó el problema, sino que lo agrandó, cuando seducida por la desregulación de los mercados y la globalización comenzó a aplicar políticas que poco tenían que ver con la redistribución y que a día de hoy los partidos socialdemócratas siguen pagando.
El modelo económico de las últimas décadas no solo ha tenido un impacto negativo sobre la igualdad y los propios Estados de Bienestar, sino que además, las fuerzas económicas han logrado cambios institucionales altamente perjudiciales para un proyecto socialdemócrata, y que muchas veces han sido apoyados desde este ámbito. Volviendo a la Unión Europea, buen ejemplo es la cesión de soberanía a instituciones sin mandato popular que dirigen las políticas de los Estados miembros, como lo son el Banco Central Europeo y la Comisión. Ésta pérdida de poder representativo requiere una revisión crítica urgente, y la respuesta contundente de avanzar hacia una Europa federal.
No debe olvidarse tampoco, que el espacio electoral clásico de la socialdemocracia, compuesto por clases medias y trabajadoras, se ha difuminado. La redefinición de sujetos políticos es más que evidente, y buena muestra de ello es la facilidad con la que llegan a la ciudadanía discursos políticos que invierten el eje izquierda-derecha por el de abajo-arriba, o que directamente prescinden de atribuirse como una fuerza de izquierdas, conocedores de que es necesario abarcar electorado que no se ubicaría en esta.
En definitiva, si la socialdemocracia quiere sobrevivir, al menos de forma protagonista como hasta ahora, deberá volverse radical, no en un sentido extremista, sino de firmeza en sus postulados, y apostar claramente por la redistribución de la riqueza para conseguir el progreso social, por una educación y sanidad públicas, por una mayor participación de la ciudadanía en la toma de decisiones, por un empleo de calidad y por la lucha contra la corrupción. Si los partidos socialdemócratas de la Europa del sur no se muestran como una verdadera alternativa, su espacio tradicional será ocupado por fuerzas de izquierdas que a través de un discurso nacional-popular pretendan aplicar en la práctica políticas que hace años serían atribuibles a la socialdemocracia. En otros países, como en Francia, gran parte de ese electorado de clase trabajadora será captado por la extrema derecha, como ya está haciendo Le Pen.
Artículo publicado en Debate21 y Asturias24.