Desde el inicio de la Gran Recesión en 2008, todas las certezas vitales y profesionales que las generaciones más jóvenes creían que iban a encontrar en su trayectoria vital o en su futuro más próximo saltaron por los aires. No solo tuvieron que lidiar con la idea de movilidad profesional, que siempre ha sonado mejor que encadenar contratos precarios, sino que tuvieron que afrontar una crisis que hizo que se instalasen en la incertidumbre de forma permanente. Esa misma falta de respuestas, ahora vuelve a estar presente tras este año en el que la pandemia y sus consecuencias económicas y sociales están siendo protagonistas.
Conviene tener presente que esta carencia de seguridades con las que actualmente viven tantas personas no es solo un componente generacional, ya que es obvio que esa misma incertidumbre la viven a diario las personas más jóvenes como aquellas otras que se encuentran en otros segmentos de edad. Lo determinante, al fin y al cabo, es lo material, o lo que es lo mismo, lo económico y la clase social. De esta forma, es más que evidente que un joven de treinta años en cuyo hogar los recursos y los contactos abundan en ningún momento va a sufrir la incertidumbre o la inseguridad que uno que no cuenta con esos mismos recursos.
Todo esto nos lleva a una crisis de expectativas. No es que vivamos peor que las generaciones de nuestros abuelos, esas que hace cincuenta años tenían más certezas sobre su vida en el Madrid franquista o en la Asturias industrial, en cuanto a que accedían a un empleo en el que seguramente se iban a pasar toda la vida, tenían una casa determinada, se casaban jóvenes y eran padres antes de los treinta. Ahí es donde radica el problema, no es el nivel de vida, infinitamente mejor ahora, sino de expectativas y de certezas. A la falta de seguridad se suma el hecho de empezar a asumir que no habrá una mejora, que muchos no disfrutarán del ascensor social, que la educación ya no garantiza no sufrir la precariedad, en definitiva, que vivirán con muchos más anhelos frustrados que sus padres.
Además de los jóvenes, otros sectores sociales y territoriales han canalizado esta perspectiva en diversos procesos políticos durante la última década. Desde el malestar de las zonas desindustrializadas hasta otras agrarias o ganaderas, pasando por las periferias de las grandes ciudades. Alejados de los núcleos de poder, sin conciencia de clase, esos obreros, empleados, campesinos, trabajadores independientes, son asolados por una doble inseguridad: una social, vinculada a los efectos socioeconómicos, y otra, cultural, relativa a la sociedad multicultural en la que se cuestionan las identidades que también brindaban seguridad.
El conjunto de este malestar se está plasmando en un descontento político ya patente que aún no se ha exteriorizado. La falta de respuestas abarca todo el arco ideológico. Desde el progresismo intelectual urbanita hasta sectores liberales que viven en unas realidades muy alejadas, pasando por una izquierda o una derecha radical que idealizan un pasado que nunca existió. Ese es otro de los problemas, la falta de certezas y expectativas lleva a la nostalgia del pasado, de la España de nuestra infancia, de aquella en la que irónicamente sí existía la idea de progreso y de avance social.
Artículo publicado en La Voz de Asturias.
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